
“Vas a tener sexo con nosotras”: Las tres mujeres gigantes de la granja
Un comienzo inesperado
Bon Wigmore llegó a la granja creyendo que sería el comienzo de una nueva vida. Había comprado la propiedad con todos sus ahorros, convencido de que sería el lugar perfecto para empezar de cero, lejos de las complicaciones de su antigua vida en el pueblo. Sin embargo, al abrir la puerta de la cabaña, lo que encontró lo dejó sin palabras.
Tres mujeres imponentes estaban de pie en el porche, observándolo con una intensidad que lo hacía sentir como un ratón ante tres leonas. Eran altas, imponentes, con músculos que denotaban años de duro trabajo en el campo. La líder, una mujer de cabello oscuro y ojos azul hielo, dio un paso al frente, con una sonrisa que apenas alcanzaba su mirada gélida.
—Él debe ser el nuevo propietario —dijo con voz firme, acostumbrada a dar órdenes.
Las otras dos mujeres, una pelirroja de hombros anchos y una morena de mirada penetrante, se colocaron a ambos lados de él, formando una barrera que parecía imposible de atravesar. Bon tragó saliva, sintiendo como si el peso de sus miradas fuera suficiente para aplastarlo.
—Señoras, creo que ha habido un malentendido —dijo Bon, intentando mantener la calma mientras sostenía la escritura de propiedad en la mano—. Esta es mi granja. Aquí tengo los documentos legales.
El líder soltó una breve risa irónica.
—Sabemos quién eres, Bon. Te estábamos esperando.
La forma en que pronunció su nombre lo hizo estremecer. ¿Cómo sabían quién era? El vendedor le había asegurado que la transacción era privada, que nadie más sabía de la compra.
—Hemos vivido aquí durante mucho tiempo —intervino la pelirroja con voz grave—. Cuidando la tierra, manteniéndola viva.
Bon sintió un nudo en el estómago. Había algo en el tono de sus palabras que lo inquietaba, como si estuviera entrando en un terreno que él no comprendía del todo.

La revelación
—El anterior propietario hizo ciertos arreglos con nosotros antes de irse —añadió la morena. Su voz era grave, casi amenazante—. Arreglos que no desaparecen solo porque tengas un papel.
Bon sintió el peso de sus palabras como una losa sobre su pecho. Había viajado durante tres días para llegar a aquella remota granja, soñando con una vida tranquila, pero ahora se enfrentaba a una situación imprevista. El vendedor, Marcus Bance, se había mostrado demasiado ansioso por cerrar el trato, casi de forma sospechosa. ¿Había caído en alguna trampa?
—¿Qué tipo de acuerdos? —preguntó Bon, aunque una parte de él temía la respuesta.
La líder dio un paso más hacia ella, su sonrisa ahora más peligrosa que amistosa.
—Acuerdos del tipo que implican que usted se quede aquí con nosotros. De forma permanente.
Hubo una tensa pausa antes de que soltara la bomba que lo cambiaría todo.
—Vas a tener sexo con nosotras, Bon. Con las tres. Así es como funciona.
Las palabras lo golpearon como un puñetazo. No era seducción, era una orden, una amenaza disfrazada de propuesta. Bon sintió que su mano se dirigía instintivamente hacia el rifle que llevaba a caballo, pero se detuvo. ¿En qué lío se había metido? ¿Y por qué tenía la sensación de que aquello escrito no valía ni el papel en el que estaba impreso?
—Esto no es un juego, Bon —continuó la líder, con un tono ahora más frío—. Marcus nos prometió que el próximo dueño cumpliría sus compromisos. Ese eres tú.
La decisión
Bon tragó saliva, intentando mantener la compostura.
“No sé a qué tipo de juego están jugando”, dijo, tratando de sonar firme, “pero pagué un buen dinero por esta tierra y no tengo intención de irme”.
El líder lo miró con una mezcla de respeto y desafío.
—Entonces será mejor que aprendas cómo funcionan las cosas por aquí. Porque esta granja no es solo un terreno y una cabaña. Es nuestra vida. Y ahora también es la tuya.
Bon sabía que estaba atrapado. Podía enfrentarlos, arriesgándose a convertir la situación en un conflicto abierto, o podía intentar comprender qué esperaban de él. Finalmente, habló con voz baja pero firme.
“No soy Marcus. No soy un estafador. Vine aquí buscando un nuevo comienzo. Quizás podamos encontrar la manera de que esto funcione.”
Las tres mujeres intercambiaron miradas, un lenguaje silencioso que parecía más antiguo que cualquier contrato. La líder fue la primera en responder, con una media sonrisa.
—Así que, Bon, bienvenido a la compra real que acabas de realizar.
Comienza el trabajo
El amanecer siguiente trajo consigo una atmósfera distinta. Bon se levantó temprano, con el cuerpo dolorido por haber dormido en un catre improvisado, pero con la mente despejada. Si había aceptado quedarse, tenía que demostrar su disposición para trabajar. El terreno alrededor de la cabaña estaba cubierto de maleza y la cerca del corral apenas se mantenía en pie. El lugar necesitaba mucho más que buena voluntad; necesitaba esfuerzo, paciencia y alguien que no huyera al primer obstáculo.
Mientras afilaba una vieja azada que encontró en el cobertizo, apareció la líder con una taza humeante de café en la mano.
—Así que decidiste quedarte —dijo, observándolo con expresión neutral.
—Dije que intentaría que funcionara —respondió, aceptando la taza—. No prometí que sería fácil.
La líder lo estudió como si evaluara cada palabra en busca de engaño. Finalmente, asintió.
—Las palabras son baratas, Bon. Lo que importa es lo que haces cuando el sol está en lo alto y el cansancio pesa más que la esperanza.
El resto del día transcurrió entre trabajo duro y silencios tensos. Bon arrancó raíces muertas, colocó postes nuevos para el corral y ayudó a la pelirroja a preparar la tierra. De vez en cuando, sentía la mirada del líder fija en él, analizando cada uno de sus movimientos como si esperara el momento en que cometiera un error.
Al caer la noche, sudoroso y exhausto, Bon se desplomó en el escalón de la entrada. La morena se sentó a su lado, limpiando el rifle con calma.
“Para ser un hombre de ciudad, no lo hiciste nada mal”, comentó.
Bon sonrió con cansancio, pero con satisfacción.
—No soy un hombre de ciudad. Simplemente soy alguien que no tiene adónde volver.
Por un instante, la morena dejó de limpiar la pistola y lo miró fijamente a los ojos. En su mirada se vislumbró un destello de comprensión, un silencioso reconocimiento de la soledad que compartían.
Un nuevo comienzo
Los días siguientes fueron una prueba de resistencia, no solo física sino también emocional. Bon trabajó la tierra hasta que le sangraron las manos y aprendió a reparar lo que el tiempo había deteriorado. Las hermanas observaban en silencio, a veces incrédulas, otras con un brillo de creciente respeto.
Elena, la líder, lo ponía a prueba constantemente. Ruth, la guerrera, lo entrenaba con armas. Magdalena, la pelirroja, le enseñó a cultivar la tierra y a cuidar los animales. Poco a poco, Bon empezó a ganarse su lugar en la granja.
Una noche, mientras el fuego iluminaba los rostros de todos en la cabaña, Bon se dio cuenta de que su herencia no era solo una granja en ruinas, sino la oportunidad de construir un nuevo hogar con aquellas mujeres que, contra todo pronóstico, estaban empezando a confiar en él.
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