“Está creciendo rápidamente” – La ranchera levantó su vestido… e hizo algo que nadie podría haber imaginado.

Algunos hombres se quiebran con la soledad; otros se forjan gracias a ella.  Silas Boon  había vivido solo en las montañas durante diez años. Creía haberse vuelto demasiado peligroso para que alguna mujer lo amara. Una sangrienta disputa lo había expulsado del pueblo, y la gente lo había tachado de monstruo. Renunció a la gente, especialmente a las mujeres, e hizo de la naturaleza salvaje su única compañía.

Pero una mañana de primavera, mientras bajaba a buscar provisiones, se topó con una subasta inusual en la iglesia. Ofrecían mujeres en matrimonio a hombres a los que apenas conocían. Silas estaba a punto de pasar de largo cuando vio a  Clara Win  en el altar. La obligaban a casarse con el banquero, un hombre que le doblaba la edad, para saldar las deudas de su padre. Algo se removió en su interior. Algo que había permanecido latente durante diez años.

Silas entró en la capilla. La tensión era palpable.  «Diez años sin ver a una mujer»,  anunció con voz grave. Un silencio sepulcral inundó la sala. Entonces besó a Clara con una pasión desbordante y le dijo al predicador:  «Cásanos ahora».

I. La muerte de la dignidad y la intervención

La escena en la  taberna Golden Horn  de Dry Gulch, Nebraska, era un infierno.  Clara Hayes  yacía de rodillas sobre el suelo de madera. El olor a  whisky  , sudor y avaricia era denso. El dueño de la taberna,  Harlon Blackwood  , sonrió. «¡Treinta dólares para abrir! Esta está intacta. Pura como el rocío de la mañana».

Clara, de dieciocho años, estaba magullada y temblando. Intentaba cubrirse, implorando con la mirada la compasión de alguien. Pero no la encontró; solo hombres que la veían como carne, como un trofeo.

—Setenta y cinco  —interrumpió una voz grave.

Todos se volvieron. Allí, en el umbral, estaba  Levi Thornton  (Silas Boon). Acababa de vender su ganado y tenía suficiente dinero encima como para cometer un error.

Blackwood, atónito, aceptó el dinero.  “Es tuyo”.

Silas dio un paso al frente. Desató sus ataduras y la envolvió en su gabardina de lana. Sus miradas se encontraron: en su mirada vio algo que no había visto en años, una fe tan frágil como el hielo.

Clara se tambaleó a su lado, medio aturdida, medio aterrorizada de que todo fuera una trampa.  ¿Por qué un ranchero solitario gastaría todo su dinero en comprar a una mujer a la que ni siquiera conocía?

II. El primer beso y el miedo a ser visto

Al salir de Dry Gulch, Clara se sentía como una fugitiva. Se aferraba con dificultad al abrigo de Levi. El aire estaba quieto, cargado de sospecha. Cuando se detuvieron a tomar algo, ella le arrojó el vaso.

—¡Me compraste! ¿Crees que no sé lo que viene después? —No soy como esos tipos —dijo Levi con voz monótona—. No te compré a ti.  Compré tu libertad.

A pesar de sus palabras, Clara se sentía marcada. Sabía que su pasado en el  burdel Nido de la Urraca  y la marca en su hombro la perseguirían.

Llegaron a la cabaña de Levi, una casa modesta, construida con esfuerzo y esmero. —Te pagué —dijo Clara con la voz quebrada—. Ahora hazlo. —No —respondió Levi con firmeza—. No te compré a ti. Compré tu libertad.

Le dio ropa limpia, comida y una cama de verdad, y durmió sentado en un sillón junto al fuego, con el rifle sobre las rodillas. No la tocó. La protegió.

Una noche, ella se sentó junto al fuego y le susurró: —¿Crees que soy una cualquiera? —Yo no he dicho eso. —Deberías haberme dejado morir. Me lo merecía.

Levi se levantó de un salto, empujando la silla hacia atrás con fuerza. —Eso no te corresponde decidirlo a ti. Estás vivo.  Así que come, descansa y deja de hablar de la muerte.

Ella le mostró la marca en su hombro: una «M» profundamente quemada. Levi reconoció el símbolo de  «El Nido de la Urraca  », un burdel donde marcaban a las mujeres como si fueran propiedad. Había visto esa misma marca en el cuerpo de una muchacha muerta, sacada del río años atrás.

“Huí de allí”, confesó. “Apuñalé al juez que pagó por una chica. Fallé el tiro al corazón, pero lo llamarán asesinato”.

La ley la perseguía. Si la protegía, se convertiría en un fugitivo.

—Si sales por esa puerta, o morirás congelado o te ahorcarán antes del amanecer. De cualquier forma, te perderé —dijo con voz áspera—. Así que no, no te vas.

Él la había elegido. El silencio entre ellos ya no era miedo; era confianza.

III. El juramento en la tormenta

La cabaña se convirtió en un refugio. Él clavó contraventanas en las ventanas; ella remendó su ropa y aprendió a manejar su rifle. El frío no era tan peligroso como la ley.

Tres días después de que amainara la ventisca, el peligro regresó. El humo se elevaba sobre las colinas. Eran jinetes. Eran los hombres de  Sharif Grady  , el corrupto  sheriff  del pueblo.

—¡Vienen! —susurró Cora—. ¿Quiénes son?  —Grady.  La ley me persigue, así que cualquiera que me ayude…

Levi cargó su rifle. El peligro ahora tenía rostro. Grady se acercó; su abrigo estaba cubierto de escarcha, su placa brillaba. —Sé que tienes a una chica marcada, Tate. Entrégala y olvidaré que vine.

—Ya no es una propiedad —dijo Levi a través de la puerta—.

Grady abrió la puerta de una patada, y el disparo de Levi, certero en el blanco, resonó en el valle. La cabaña se llenó de humo. Ella se movió instintivamente, esquivando las balas. Había aprendido a luchar. No era una víctima, sino una guerrera.

El enfrentamiento terminó en un pesado silencio. Grady, herido, salió tambaleándose, jurando venganza.

Esa noche, sentada junto al fuego, Clara miró a Levi. —Podrías haberte aprovechado de mí. Cualquiera lo habría hecho. —No soy ese tipo de hombre —dijo Levi.

Luego, con una voz apenas audible: «Te amo». Lo dijo sin pensar, sin planearlo, porque era la verdad. El dolor, la pérdida, el amor que no tenía derecho a existir, pero que existía de todos modos.

Le tomó el rostro entre las manos y lo besó. No fue miedo, no fue gratitud. Fue todo.

IV. La última palada de tierra

Amaneció sobre las colinas. Decidieron cabalgar hacia el norte.

Pero el día del juicio llegó antes de lo previsto. Grady, recuperado, regresó con una docena de hombres y un abogado. Habían arrestado al juez al que Clara había apuñalado y contaban con falsos testigos. La ley estaba de su lado.

En el juicio, el abogado acusó a Clara de intento de asesinato. Cuando le tocó el turno a Levi de testificar, su voz no era la de un hombre temeroso, sino la de un hombre que había encontrado una causa por la que luchar.

—Soy  el esposo de Clara. Y si tiene que ir a la cárcel, iré con ella.

Clara lloró. En ese momento, el amor era la verdad suprema. El juez, conmovido por la historia de la pareja, decidió aplazar el juicio y ordenó una investigación.

Un mes después, el juez dictaminó: la venta de Clara fue ilegal, las acusaciones contra Levi fueron dudosas y las pruebas contra Clara fueron circunstanciales. Quedó en libertad.

Clara y Levi nunca regresaron a la cabaña. Vendieron las tierras y se mudaron al norte, a un territorio donde nadie los conocía. Compraron un pequeño rancho. La casa era pequeña, pero el amor llenó el vacío.

Una noche, mientras la lluvia susurraba, Clara se sentó en el regazo de Levi. «Diez años sin ver a una mujer», susurró. «Y ahora, tienes una para siempre».

Sonrió, sintiendo cómo su barba gris le rozaba el cuello. «La vida es irónica. Pero nos ha dado una segunda oportunidad, y esta vez no la vamos a desperdiciar».

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