Una mujer estaba dando a luz en la habitación de un hospital penitenciario: la comadrona se acercó para examinarla y de repente gritó horrorizada.

Una mujer estaba dando a luz en la habitación de un hospital penitenciario: la comadrona se acercó para examinarla y de repente gritó horrorizada.😱😱

Esa mañana, en la sala del hospital penitenciario, reinaba un silencio inusual. En el pasillo, no se oían portazos ni los gritos de siempre. Todo estaba demasiado tranquilo, y eso, por sí solo, resultaba inquietante.

“¿A quién tenemos en la lista hoy?”, preguntó la enfermera de turno, extendiendo sobre la mesa las fichas arrugadas de los internos.

La comadrona —una mujer de edad avanzada, con los ojos cansados, acostumbrada a los casos difíciles— apenas levantó la cabeza. A lo largo de los años trabajando en la prisión, había visto mucho: madres destrozadas, mujeres dando a luz esposadas, tragedias de las que nadie hablaba después. Pero algo en aquel día le producía una vaga sensación de inquietud.

—Reclusa número 1462 —respondió la enfermera—. El parto podría comenzar en cualquier momento. Fue trasladada del pabellón este hace un mes. No tiene familia, ni documentos, su historial médico está vacío. Apenas habla.

—¿Apenas habla? —La comadrona arqueó una ceja—. ¿Para nada?

“Solo asiente con monosílabos. No mira a nadie a los ojos. Como si estuviera cerrada por dentro.”

La pesada puerta crujió. En la habitación, que parecía más bien una celda, una mujer embarazada yacía sobre la estrecha cama de metal. Apoyaba las manos sobre su enorme vientre y miraba al suelo. Tenía el rostro pálido y el cabello revuelto. Pero había algo extraño en su quietud: no miedo ni dolor, sino una especie de resignación.

La comadrona se acercó.

—Hola —dijo suavemente—. Me quedaré contigo hasta que nazca el bebé. Déjame examinarte.

La mujer asintió levemente.

La comadrona se inclinó para examinarla y de repente gritó horrorizada.

¡Llamen a un sacerdote inmediatamente 😱😱!

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Donde debería haber estado el latido constante de un pequeño corazón, había un vacío aterrador. La doctora cambió el ángulo, presionó con más fuerza, contuvo la respiración… pero nada.

Se puso pálida.

—No puedo oír los latidos del corazón —susurró.

Los guardias intercambiaron miradas, sintiendo cómo la tensión llenaba la sala.

El parto comenzó de repente, sin dar tiempo a largas reflexiones. La comadrona apretó los labios y gritó:

“¡Llamen inmediatamente a un sacerdote! Si el bebé nace muerto, no debe irse en silencio, sino con una oración.”

La mujer que estaba en la cama no pronunció palabra. Simplemente apretó la sábana entre sus dedos.

Y de repente, la partera volvió a oír un sonido. Primero débil, como un susurro lejano, luego un poco más fuerte. El corazón… latía, después de todo. Débilmente, irregularmente, pero latía.

—Viva —exhaló—. Está viva…

Comenzó la lucha por cada minuto. Las contracciones se intensificaron, la mujer gritaba, los guardias la sujetaban por las manos y los hombros, y la partera hacía todo lo posible por salvar a la madre y al bebé. El tiempo parecía haberse detenido en aquella celda.

Finalmente, tras horas de agonía, un leve chillido rasgó el aire. Primero apenas audible, luego más fuerte, más intenso. Un niño. Débil, diminuto, de piel azulada, pero vivo.

Le proporcionaron oxígeno rápidamente y le dieron palmaditas hasta que su respiración se hizo más profunda. Entonces la habitación se llenó con el llanto fuerte y desesperado del recién nacido.

La comadrona cerró los ojos y se secó el sudor de la frente.

“Gracias, Señor…”

Por primera vez, la reclusa alzó la vista y sonrió.

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