Todos se rieron cuando le cambió los pañales al millonario. Pero un día vio algo que le puso los pelos de punta…

—Me quieren muerto, Emily. No confíes en ellos.

El susurro fue tan débil que Emily casi creyó haberlo imaginado. Se quedó paralizada, con la mano enguantada aún sobre la muñeca de Michael Reynolds mientras le tomaba el pulso. Tenía los ojos cerrados y el rostro inerte: la expresión de un hombre aún en coma. Pero ella sabía lo que había oído.

Emily Carter, una joven enfermera que se había incorporado a la unidad de cuidados privados tan solo dos meses antes, había sido asignada a Michael, un multimillonario tecnológico de cuarenta y nueve años que había entrado en coma tras un sospechoso accidente de coche. Desde el principio, algo en su caso la inquietó.

El historial médico no cuadraba: niveles de sedantes que parecían demasiado altos, resultados de pruebas rutinarias omitidos sin motivo, y un médico, Leonard Brooks, que ignoraba todas sus preguntas. Aún más extraño, la familia de Michael casi no mostraba interés en su recuperación. Su esposa, Sophia, lo visitaba rara vez, y cuando lo hacía, era solo para discutir con Leonard sobre “decisiones sobre el final de la vida”. Su hermano menor, Paul, parecía impaciente, y ya hablaba como si Michael ya no estuviera.

Pero Emily no podía ignorar las pequeñas señales de Michael: el leve apretón de sus dedos, el sutil movimiento de sus párpados cuando le leía. Creía que él podía oírla. Ahora, con esa súplica susurrada, su sospecha se convirtió en miedo: alguien quería que se callara.

Esa noche, sin poder dormir, Emily regresó a la sala de espera del hospital. Oyó a Sophia hablando por teléfono en voz baja y urgente.

“Una vez que Leonard aumente la dosis, se acabó. Paul podrá hacerse cargo. Nos libraremos de esta espera.”

A Emily se le encogió el estómago. Ya no era paranoia, era asesinato.

Temblorosa, regresó a la habitación de Michael. Arrodillándose junto a su cama, susurró: “Te ayudaré. No dejaré que te hagan esto”.

Los dedos de Michael se crisparon contra los de ella, deliberadamente esta vez. Una leve señal de esperanza.

Pero justo cuando el alivio la invadió, la puerta se abrió de golpe. El Dr. Leonard se quedó allí, entrecerrando los ojos al ver a Emily sosteniendo la mano de Michael.

—¿Qué está haciendo exactamente, enfermera Carter? —preguntó con voz aguda y acusadora.

El corazón de Emily latía con fuerza. En ese instante, se dio cuenta de que ya no era solo una enfermera. Era la única barrera que se interponía entre Michael Reynolds y un asesinato cuidadosamente planeado.

Y Leonard la había pillado en el acto.

Emily respiró con dificultad. «Solo reviso sus constantes vitales», respondió, aunque su voz delataba un ligero temblor.

La mirada de Leonard se detuvo en ella más tiempo del necesario, fría y calculadora. «No se exceda, enfermera Carter. El estado del Sr. Reynolds es… delicado. Siga el protocolo». Ajustó la vía intravenosa de Michael con la facilidad que le da la práctica y se fue, no sin antes dirigirle una mirada de advertencia.

En cuanto se marchó, a Emily casi le flaquearon las piernas. Sabía que tenía que actuar, pero ¿en quién podía confiar? Informar de sus sospechas al hospital sería inútil; Leonard era un médico respetado y la influencia de Sophia era enorme.

Pensó en una persona: Alex Turner, un antiguo compañero de clase que ahora trabajaba como investigador privado. Esa noche, quedó con él en un tranquilo café lejos del hospital.

Emily lo contó todo: los informes médicos irregulares, la llamada de Sophia, la súplica susurrada de Michael. Alex escuchaba atentamente, frunciendo aún más el ceño con cada palabra.

—Estás describiendo un envenenamiento lento —dijo—. Si lo que dices es cierto, lo están anestesiando con sobredosis deliberadas. ¿Tienes pruebas?

—Puedo conseguirlo —dijo Emily agarrándose al borde de la mesa.

Alex le dio una pequeña grabadora. «Consígueme sus conversaciones. Cualquier cosa que vincule a Sophia, Paul o Leonard con una conspiración. Yo me encargo del resto. Pero Emily, ten cuidado. Si sospechan de ti…»

“Ya lo hacen”, admitió.

De vuelta en el hospital, Emily empezó a grabar cada turno. Escondió el dispositivo debajo de la cama de Michael, lo suficientemente cerca como para captar cualquier conversación en la habitación. Días después, su apuesta dio resultado. Sophia y Paul entraron tarde una noche, creyendo que nadie los escuchaba.

La voz de Paul era cortante. «El tablero está listo. Leonard solo necesita terminar el trabajo».

Sophia respondió con frialdad: «Entonces aumenta la dosis. Para el final de la semana, se habrá ido. No podemos arriesgarnos a que despierte».

El corazón de Emily se aceleró mientras el dispositivo captaba cada palabra. Prueba, por fin.

Pero cuando regresó a la mañana siguiente a buscar la grabadora, ya no estaba. Se le heló la sangre. Alguien había descubierto su plan.

Momentos después, Leonard entró en la habitación con la grabadora en la mano. Su sonrisa era escalofriante.

“¿Buscando esto, enfermera Carter?”

Emily se quedó paralizada. Había caído directamente en su trampa.

El pulso de Emily retumbaba en sus oídos. Leonard cerró la puerta tras él, cortándole la única salida.

—Has estado muy ocupado —dijo, tirando la grabadora sobre la cama, junto al cuerpo inmóvil de Michael—. Espiando, escabulléndote, metiéndote donde no te corresponde.

Emily intentó mantener la voz firme. «Lo estás matando. No te lo permitiré».

Leonard rió entre dientes con sarcasmo. «No tendrás opción. Sophia y Paul ya no esperan más. Esta noche, duplican la dosis. Mañana por la mañana, todo esto habrá terminado».

Se le hizo un nudo en la garganta. Le había fallado a Michael. Pero entonces vibró el teléfono de Leonard. Lo miró de reojo —un mensaje de Sophia— y por un instante, perdió la concentración. Emily aprovechó la oportunidad. Cogió la grabadora, pasó a su lado como un rayo y corrió por el pasillo.

Los gritos de Leonard resonaron detrás de ella.

Irrumpió en el pasillo principal del hospital y chocó con Alex. Él había venido después de todo.

Emily le puso la grabadora en las manos. “Está todo aquí. Sophia y Paul planearon el accidente. Leonard está involucrado. ¡Tienes que desenmascararlos!”

En cuestión de horas, Alex había concertado una reunión con la policía. Juntos, organizaron una operación encubierta durante la próxima reunión de la junta directiva, donde Paul planeaba anunciar su toma de posesión. Emily y Michael se encontraban escondidos en un lugar seguro, vigilados por agentes.

Cuando Sophia y Paul llegaron a la sala de juntas, confiados y engreídos, Alex se presentó ante los accionistas. “Antes de que continúen”, dijo, “deben escuchar esto”.

La grabación se reprodujo en voz alta. La voz de Sophia: «Para finales de semana, se habrá ido». La respuesta de Paul: «La pizarra está lista. Leonard solo necesita terminar el trabajo».

La sala se llenó de exclamaciones de asombro. Los miembros de la junta se volvieron inmediatamente contra los hermanos. Y entonces, el golpe final: el propio Michael Reynolds entró, débil pero de pie, sostenido por Emily.

—Intentaron matarme —dijo Michael con voz ronca pero firme—. Los dos. Por dinero.

El rostro de Sophia palideció. Paul gritó algo incoherente, pero la policía intervino y los esposaron a ambos mientras se desataba el caos.

Posteriormente, Leonard también fue arrestado. Emily, a quien sus colegas se burlaron por preocuparse demasiado, fue elogiada por su valentía. Michael personalmente le atribuyó el mérito de haberle salvado la vida.

Semanas después, cuando recuperó las fuerzas, visitó a Emily en el jardín del hospital. «Creíste en mí cuando nadie más lo hizo», le dijo en voz baja. «Te lo debo todo».

Emily sonrió levemente. “Solo hice lo correcto”.

Pero en el fondo, sabía que era más que eso. Le había devuelto la vida a Michael y, a cambio, él le había demostrado que la integridad y la compasión podían resistir incluso la traición más oscura.

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