
Mi marido me engañó delante de todo el mundo, y para vengarme, le fui infiel con el primer indigente que encontré y quedé embarazada de él; pero nueve meses después, se reveló algo terrible.
Siempre pensé que mi familia era fuerte. Pero un día, todo se derrumbó en un instante.
Pillé a mi marido con otra mujer. Ni siquiera intentó justificarse ni disculparse. En cambio, tuvo la audacia de culparme de todo.
Es tu culpa. Has dejado de ser una mujer para mí. No te cuidas y trabajas todo el día.

Esas palabras me parecieron una sentencia. Pero lo peor fue que incluso mis familiares lo apoyaron. Mi madre, de quien esperaba consuelo, dijo:
—Todos los hombres engañan, acéptalo.
Esa fue la gota que colmó el vaso. Me hervía la sangre de rabia, humillación y dolor. Y entonces se me ocurrió una idea descabellada: vengarme de la forma más cruel: engañar a mi pareja con el primer hombre que viera. No por amor, no por deseo, sino por rabia.
Salí a la calle, decidida a llevar a cabo mi plan. El primer hombre que encontré vestía ropa gastada y estaba sentado en la acera. En sus manos sostenía un panecillo, que devoraba como si fuera la comida más importante de su vida.
«¡Qué furioso se va a poner cuando sepa que elegí a un indigente en lugar de a él!», pensé con una sonrisa amarga.
Y, efectivamente, mi esposo se puso furioso cuando se enteró de todo. Nuestro matrimonio se vino abajo por completo y nos divorciamos. Pero pronto descubrí que estaba embarazada.
El padre era el mismo hombre de la calle.
Al principio, pensé en deshacerme del niño. No podía imaginarme criando al hijo de un indigente. Pero poco a poco algo cambió en mi interior. Una extraña sensación creció en mi pecho, como si el destino me hubiera entregado a este niño. Decidí quedármelo.

Nueve meses pasaron volando como un solo día. Y entonces llegó el momento: llegué al hospital. Pero cuando el médico me examinó, algo terrible se reveló. Continúa en el primer comentario.
En la habitación, vi un rostro familiar. Era él. El mismo hombre. Pero no sucio ni exhausto: con bata blanca, sereno y seguro de sí mismo.
Él también me reconoció.
Resultó que el día que lo conocí, volvía a casa después de un turno de noche agotador. Cansado y sin fuerzas, se había sentado en la calle y había sacado un panecillo para comer algo. Lo confundí con un indigente… Pero era médico en este hospital.
No sabía dónde esconderme de la vergüenza. Pero él simplemente dijo con calma:
—No te preocupes, todo estará bien. Te ayudaré.

Y, en efecto, atendió el parto como si sostuviera el destino mismo en sus manos. En su mirada no había juicio ni ira, solo una calma y un cuidado constantes.
Tras el nacimiento del bebé, no nos abandonó. Reconoció al hijo y nos ayudó. Asumió oficialmente la paternidad, pagó la manutención y siempre encontraba tiempo para ver al pequeño.
Poco a poco, me di cuenta de que el “hombre sin hogar” que una vez conocí en la calle era el único hombre real en mi vida. Mi esposo, mi familia, mis amigos, todos me habían traicionado. Pero él, un transeúnte cualquiera, se convirtió en padre y apoyo para mi hijo.
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