

Todo comenzó con un llanto al amanecer, un lamento tan profundo que parecía el gemido mismo de la noche encarnado en aquella voz tenue. El bebé lloraba con una intensidad tal que las paredes temblaban, mientras el aire en la habitación se cargaba de una tensión casi insoportable.
Aquel llanto no era solo una llamada a su madre, un simple deseo de cercanía. No, era una súplica desesperada, un grito de dolor que desgarraba el alma.
Al principio, todo parecía normal. Los bebés lloran, es lo habitual. Pero la mañana dio paso a la tarde, y la tarde a la noche, y ese llanto desgarrador no cesaba. Al contrario, se volvía cada vez más angustiante, llenando cada rincón de la casa con su eco inquietante.
La madre, agotada, buscaba desesperadamente una explicación. Lo acunaba, le acariciaba el rostro, le susurraba palabras dulces, intentaba alimentarlo… pero nada funcionaba. El pequeño se arqueaba por el dolor, y cada vez lanzaba un grito que no parecía humano, sino el lamento de un alma torturada.

Fue entonces, al borde de la desesperación, que decidió revisar el pelele —ese que había comprado apenas unas semanas antes. Al desabrocharlo, sintió que el mundo se le venía abajo.
Entre las costuras del tejido, oculto en la suave tela, brillaba algo extraño, filoso. Lo rozó con los dedos… y de inmediato los retiró: diminutas púas metálicas oxidadas, cosidas como trampas en bolsillos invisibles, se clavaban en la delicada piel del bebé cada vez que se movía.
Todo cobró sentido en un instante. Aquel llanto no era un capricho —era un dolor agudo, insoportable.
Con los ojos desorbitados por el horror, la madre observó las pequeñas heridas, las zonas enrojecidas que comenzaban a hincharse. Un escalofrío helado le recorrió la espalda. Pensamientos terribles la asaltaron: ¿y si el metal estaba infectado? ¿Y si la infección ya se había propagado?
Con las manos temblorosas, arrancó la maldita prenda y, sin pensarlo dos veces, salió corriendo de casa con su hijo en brazos, rumbo al hospital.
El médico, al ver al pequeño, palideció. Los arañazos, los hematomas, las marcas de óxido —todo indicaba un peligro real. De inmediato comenzaron las curas y tomaron muestras para descartar infecciones.
Por suerte, las heridas resultaron ser superficiales y, en ese momento, no había señales de infección. Pero el dolor que aquel cuerpecito frágil había soportado, por culpa de la negligencia de un fabricante, pudo haber terminado en una auténtica tragedia.
Afortunadamente, la madre reaccionó a tiempo y buscó ayuda. Así fue como salvó la vida de su hijo.
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