

La sorpresa en el rostro de la anciana Tamara se transformó lentamente en una mezcla de sentimientos: desconfianza, una esperanza dolorosa y miedo.
El hombre en la puerta no se movió, solo tomó una respiración profunda y dijo con cautela, casi en susurros:
— ¿Tamara? ¿Eres tú… eres realmente tú?
— ¿Vasile?
Su voz tembló traicionera.
— ¿Estás… vivo?
Se agarró al pasamanos para no caer.
Hace mucho tiempo, más de cuarenta años, su Vasile se había ido por trabajo… y desapareció.
Al principio llegaban cartas, luego una sola llamada telefónica… y finalmente, el silencio.
Lo buscaron, lo declararon desaparecido, y en el pueblo ya lo daban por muerto.
Pero ella… ella lo esperaba.
Durante mucho tiempo.
Esperó hasta aprender a vivir sin esperanza.
Y ahora allí estaba, frente a ella.
Con el cabello blanco, un poco encorvado, pero con la misma sonrisa en los ojos, con ese mismo brillo junto a la ceja.
Sostenía en la mano un viejo juego de herramientas.
— ¿Cómo… cómo es posible…? — su voz volvió a temblar.
— ¿Por qué no regresaste?
Vasile suspiró y bajó la mirada.
— Tuve un accidente.
Perdí la memoria.
Hace apenas un año mis recuerdos empezaron a volver… poco a poco.
Y el primer rostro que apareció en mi mente fuiste tú.
Encontré en un viejo expediente una dirección… tu dirección.
Y me contraté en esa empresa… “Hombre por horas”, porque pensé que tal vez volvería a ver a alguien que conocía… Y aquí estoy…
— Dios… — Tamara se sentó directamente en el banco junto al pórtico, tal cual, sin quitarse el pañuelo.
— Pensaba que ya estabas bajo tierra… tantos años… y hasta llegué a cobrar tu pensión, ¿te imaginas?
Rieron ambos — un poco entre lágrimas, un poco entre el dolor.

Luego vino el silencio, pero no un silencio pesado, sino uno que te abraza y te susurra: “Todo irá bien”.
— Y… — preguntó Vasile con cautela — ¿debo revisar el techo, después de todo?
Tamara volvió a reír.
— Claro que sí, mira.
Y yo prepararé un té.
Todavía tengo ese que te gustaba, con menta.
A partir de ese momento, todo cambió en la casa de la anciana Tamara.
El techo ya no goteaba, la cerca estaba recta como un soldado, y las flores volvieron a las ventanas.
Pero lo más importante — en sus ojos se encendió una chispa.
Porque cada mañana, como antes, preparaba café para dos, y Vasile reparaba todo lo que encontraba — como si quisiera recuperar los años perdidos.
Las vecinas, por supuesto, charlaban un poco.
Catrina seguía diciendo que “ella le trajo suerte a la anciana Tamara, solo ella encontró el número de la empresa”.
Y en el pueblo ya bromeaban: “¿Quieres suerte? ¡Llama al ‘Hombre por horas’!”
Y solo la anciana Tamara, por la noche, cuando se sentaba en el banco con Vasile y miraba las estrellas, susurraba de vez en cuando:
— Qué hermoso que hayas vuelto… incluso después de todo este tiempo.
Porque el amor… no tiene reloj.
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