Las llamas se elevaron en la mansión, pero lo que la criada llevó a cabo dejó a todos sin palabras.

¡Fuego! ¡Fuego en la cocina!

El grito rompió la calma vespertina en la lujosa mansión de Richard Collins. En cuestión de segundos, una densa humareda se extendió por los pasillos, subiendo en espiral por las elegantes escaleras y filtrándose por las puertas cerradas. El resplandor de las llamas anaranjadas se extendió vorazmente por el pulido suelo de la cocina.

Richard estaba en su estudio, revisando documentos para una reunión nocturna, cuando el alboroto lo alcanzó. Corrió al pasillo, ahogándose mientras el humo le arañaba los pulmones. Sintió una opresión en el pecho, no por el fuego, sino al darse cuenta de repente de que su hijo de dieciocho meses, Thomas, seguía arriba, en la habitación de los niños.

—¡¿Dónde está mi hijo?! —rugió, agarrando al mayordomo del brazo.

“Señor, el fuego se está propagando demasiado rápido. ¡Tenemos que salir!” instó el mayordomo con pánico en su voz.

Pero Richard lo empujó. Estaba a medio camino de la escalera cuando otra figura cruzó el pasillo corriendo. Margaret, la joven criada, con el delantal ya manchado de hollín, corrió hacia la habitación de los niños sin dudarlo.

—¡Margaret! ¡Alto! —gritó Richard con voz ronca—. ¡Es demasiado peligroso!

Pero no se dio la vuelta. Una nube de humo se alzaba mientras desaparecía en el pasillo, sus pasos resonando contra el suelo de madera.

Dentro de la habitación, el pequeño Thomas estaba de pie en su cuna, sollozando, con sus manitas aferradas a la barandilla. La habitación ya estaba densamente cubierta de niebla. Margaret corrió hacia él y lo alzó en brazos. Su pequeño cuerpo temblaba contra su pecho, y su llanto se ahogaba en su hombro.

—Shhh, te tengo —susurró, aunque le ardía la garganta por el humo—. Nos vamos.

Abajo, Richard caminaba frenéticamente, tosiendo, cada segundo parecía una eternidad. Su mente se arremolinaba en remordimientos: ¿por qué no había instalado mejores alarmas? ¿Por qué no había reaccionado más rápido?

Y entonces sucedió. De entre el humo asfixiante, Margaret apareció en lo alto de la escalera, abrazando a Thomas con fuerza. Las llamas rugían tras ella como un monstruo que intentaba devorarlo todo a su paso. No dudó. Con la cabeza gacha y un agarre férreo, bajó corriendo las escaleras.

—¡Margaret! —La voz de Richard se quebró, mitad alivio, mitad incredulidad.

Dio los últimos pasos a trompicones, con la cara cubierta de sudor y hollín, y los pulmones pidiendo aire a gritos. Pero aunque le fallaron las rodillas, se negó a soltar a Thomas.

Juntos, irrumpieron por la puerta principal en la noche. El personal se había reunido afuera, en el césped, pálidos de miedo. Margaret se desplomó de rodillas, abrazando a Thomas mientras este emitía un grito desgarrador: el inconfundible llanto de un niño que estaba vivo.

Richard se dejó caer junto a ellos, con las manos temblorosas extendiéndose hacia su hijo. Pero sus ojos no podían apartar la mirada de la criada que lo había arriesgado todo. La mansión ardía tras ellos, pero en ese momento, lo único que importaba era la vida que ella había rescatado de las llamas.

La noche era un caos. Los camiones de bomberos invadían la entrada, con sus sirenas aullando y las luces rojas destellando sobre el césped bien cuidado. Las mangueras silbaban, combatiendo las llamas que consumían los pisos inferiores de la mansión. El personal se acurrucaba afuera, abrigado con mantas, susurrando sobre el desastre y el milagro que acababan de presenciar.

Margaret estaba sentada en el césped, tosiendo en su delantal. Sus brazos temblaban, aún abrazando a Thomas con gesto protector. Sus sollozos se habían apaciguado, aunque su pequeño cuerpo se aferraba a su pecho con una fuerza sorprendente, como si supiera que ella lo había rescatado del peligro.

—Dámelo —dijo Richard, arrodillándose frente a ella. Su voz sonaba más firme ahora, aunque le temblaban las manos al extender la mano hacia su hijo. Margaret lo soltó a regañadientes. Thomas se echó en brazos de su padre, pero sus gritos volvieron a aumentar. Se retorció, extendiendo los brazos hacia Margaret, con sus pequeños puños agarrando el aire.

Richard se quedó paralizado. Por un instante, la vergüenza lo quemó. Su hijo la deseaba a ella, no a él.

—Señor Collins —dijo el Dr. Greene, el médico de cabecera, apresurándose tras llegar con los paramédicos—. Necesitamos examinar al niño inmediatamente. —Examinó a Thomas rápidamente y asintió—. Está conmocionado, pero ileso. Un milagro, de verdad. —Su mirada se dirigió a Margaret, que estaba sentada pálida y exhausta—. Y gracias a ella.

Richard tragó saliva con dificultad. «Sí… gracias a ella». Las palabras le pesaban en la lengua.

Una hora después, cuando los bomberos declararon el incendio bajo control, Richard caminó solo hacia donde Margaret estaba sentada en los escalones del jardín. Tenía la cara manchada de hollín y el delantal roto, pero su postura se mantuvo erguida, casi desafiante.

—Podrías haber muerto —dijo Richard en voz baja.

Ella levantó la mirada hacia él. “Él también podría”.

La sencillez de sus palabras lo impactó más que el fuego mismo. Richard bajó la mirada, avergonzado. Pensó en cómo siempre la había mantenido a distancia, tratándola como a una empleada más, sin percatarse nunca de su presencia más allá de sus obligaciones. Y, sin embargo, cuando todos entraron en pánico, ella había corrido directamente a las llamas por su hijo.

—Ni siquiera lo dudaste —murmuró.

Margaret negó con la cabeza. «No había tiempo para dudar. Estaba llorando. Necesitaba a alguien».

Por primera vez en años, Richard no tuvo respuesta. Se le hizo un nudo en la garganta. Le debía la vida de su hijo, y ninguna cantidad de dinero ni autoridad podría cambiar eso.

Al fondo, Thomas gimoteaba en su manta, todavía inquieto. Pero cuando Margaret extendió los brazos instintivamente, él la alcanzó, y sus llantos se calmaron en cuanto la tocó.

A Richard le dolió el pecho al verlo. El salvador de su hijo no era él, sino ella.

Y por primera vez, Richard Collins comenzó a preguntarse qué tipo de padre era realmente.

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