
Anna lo miró en silencio. Una sonrisa amarga se dibujó en la comisura de sus labios, la sonrisa de quien comprende que le espera una larga prueba. Michael intentó tocarle el hombro con ternura, pero ella se apartó, como si el gesto hubiera llegado demasiado tarde. Desde la cocina llegó la voz de Margaret, y el sonido metálico de la sartén atravesó la calma de la casa como un cuchillo.
—De acuerdo —dijo Anna finalmente—. Veamos cuánto aguantamos.
La noche cayó lenta, densa y pesada. El aire olía a aceite y comida recalentada, mientras las palabras de Margaret llenaban cada rincón de la habitación. Sirvió la cena a Richard, colocando delicadamente su servilleta sobre ella y sonriendo con satisfacción, como si todo en la casa hubiera recuperado su “verdadero orden”. Michael la observaba en silencio, intentando fingir serenidad. Anna no se sentó a la mesa.
—¿No tienes hambre, querida? —preguntó Margaret con fingida dulzura—. Una mujer debe comer bien para tener fuerzas y cuidar de su familia.
—No, gracias. Ya comí antes—mintió Anna, sintiendo un nudo de ira en la garganta.
Margaret se encogió de hombros. «Menos mal que vinimos», murmuró. «Si no, no sé cómo vivirías en este desastre».
Esa noche, Anna durmió en el sofá. Le daba la espalda a Michael, escuchando el crujido de la madera. Él intentó abrazarla, pero ella se apartó.
—Anna, por favor… no te enfades. Solo están cansados.
—No se trata de estar cansado, Michael. Se trata de respeto. Y de tu incapacidad para poner límites.
Michael suspiró profundamente, sin saber qué decir.
A la mañana siguiente, el sonido del aceite hirviendo la despertó. Margaret ya estaba en la cocina, impecable, con el delantal bien atado y el pelo recogido.
—Ah, ya te levantaste —dijo sin mirarla—. No te preocupes, el desayuno está listo. Sé lo que le gusta a Michael: huevos pasados por agua y tostadas.
—Michael ya no come huevos —respondió Anna con calma—. Tiene el colesterol alto.
Margaret se giró bruscamente. «Lo conozco mejor que tú. Soy su madre».
Anna no respondió. Tomó su taza de café y salió al porche. El aire fresco olía a hierba húmeda y silencio. En el jardín, Richard estaba sentado en el banco, leyendo el periódico. Al verla, levantó la vista un momento y luego volvió a sus páginas.
Pasaron los días, y la casa ya no les pertenecía. Los armarios estaban llenos de frascos que Margaret había traído, el refrigerador rebosaba de carne y la mesa estaba cubierta de frascos de vitaminas para Richard. Todo tenía un nuevo orden, extraño y desconocido.
El sábado, Anna armó de valor. Encontró a Michael en el garaje, intentando arreglar un estante roto.
—Michael, ya no aguanto más —dijo sin alzar la voz—. Este no es mi hogar. Es solo un lugar donde sobrevivo.
Bajó la mirada. “¿Qué quieres que haga? ¿Que los eche?”
— No. Sólo hazles entender que no pueden comportarse como si todo les perteneciera.
—Son mis padres, Anna. No puedo hacerles daño.
—Pero puedes hacerme daño, ¿verdad? —respondió con triste calma—. Cada día que pasa te alejas un poco más de mí.
Michael permaneció en silencio. Sus palabras tenían más peso que cualquier reproche.
Esa noche, mientras Margaret preparaba la cena, Anna lavaba los platos en silencio. De repente, la voz de su suegra rompió el silencio:
¿Sabes, querida? Michael solía ser mucho más organizado. Desde que se casó, parece que ha perdido el rumbo. Una mujer debe traer armonía al hogar.
Anna se giró lentamente. “¿Y qué debe aportar un hombre, Margaret? ¿Sumisión? ¿Silencio?”
Margaret frunció los labios. «Solo quiero lo mejor para mi hijo».
—Lo mejor no se impone —dijo Anna con firmeza—. Se comparte.
El silencio que siguió fue denso. Michael entró justo en ese momento y sintió la tensión flotando en el aire.
—¿Qué está pasando aquí?
—Nada, cariño —respondió Margaret con voz melosa—. Solo estábamos hablando de la familia.
Anna se secó las manos y salió de la cocina sin decir palabra. Esa noche no volvió al sofá. Se envolvió en una manta y se sentó en el cobertizo del jardín, donde el aire olía a madera y libertad.
La brisa nocturna acariciaba las hojas. Una risa llegaba de la casa. En sus manos, la taza de té se enfriaba lentamente. Pensó en los años que había pasado intentando ser una buena esposa, una nuera paciente, una mujer discreta. En todas las veces que había fingido que no le dolía.
A la mañana siguiente, Michael la encontró allí, bajo la suave luz del amanecer.
—Anna, entra. Mamá ha preparado el desayuno.
Ella lo miró a los ojos. «Michael, si me vuelves a decir «Mamá está preparada», me voy. No es una amenaza. Es una promesa».
—No exageres…
—No exagero. Simplemente me niego a vivir en una casa donde tenga que pedir permiso para respirar.
Antes de que pudiera responder, Margaret apareció en la puerta con una bandeja en sus manos.
—¿Qué haces aquí? ¡Hace frío! Pasa, preparé panqueques, los favoritos de Michael.
Anna se levantó lentamente. «No tengo frío, señora Margaret. Solo estoy cansada».
Y pasó junto a ella sin añadir nada más.
Esa tarde, la casa estaba envuelta en una tensa calma. Margaret caminaba de un lado a otro, Richard miraba el televisor con indiferencia, y Michael permanecía en el porche, absorto en sus pensamientos.
Al caer la noche, Margaret entró en la habitación donde Anna estaba arreglando su ropa.
¿Qué estás haciendo?, preguntó con voz áspera.
—Busco mi espacio —respondió Anna con calma—. Quiero saber dónde termina el «tú» y dónde empieza el «nosotros».
—¿Qué tontería es esa? ¡Somos una familia!
“Ser familia no significa olvidar el respeto”, respondió ella con suavidad.
Margaret guardó silencio. Por un instante, se le humedecieron los ojos, pero el orgullo la detuvo. Se fue sin decir palabra.
Horas después, Michael entró con paso inseguro. «Se van mañana», murmuró. «Lo decidieron por su cuenta».
Anna no respondió. Solo asintió, mirando por la ventana. No sintió victoria, sino alivio.
Por la mañana, Margaret la abrazó brevemente y con frialdad.
“Quizás exageré un poco”, admitió. “Pero quiero a Michael. Es mi hijo”.
—Y yo también lo amo—respondió Anna—. Pero vivo con el hombre que es, no con el niño que criaste.
Margaret no respondió. Se dio la vuelta y se fue con Richard.
Cuando el coche desapareció al final del camino, Anna salió al jardín. El aire olía a lluvia y a principios de primavera. Michael se acercó por detrás y la abrazó con ternura.
—Lo siento —susurró.
Anna sonrió débilmente. “No te sientas mal. Simplemente comprende.”
Por primera vez en semanas, la casa respiró. El silencio ya no pesaba: tenía el sonido de la paz.
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